Cuando elegí seguir una carrera que prometía aventuras y muchos viajes, nunca pensé que antes de los 25 años, habría de sumergirme en el drama social del país y estar a punto de pagar con la vida ese aprendizaje. Las siguientes líneas relatan una de esas experiencias.


En el año 1992, tenía 23 años y era estudiante de Ciencias Forestales de la Universidad Nacional Agraria La Molina. Mi pasión por viajar como fuera, teniendo muy bajos recursos, me llevó a ser el estudiante más joven en ir al Manu, y luego a Lachay, a Paracas, al Parque Huascarán. Mi consigna fue, y sigue siendo, tomar el trabajo que nadie más quiera tomar, ir a donde nadie más se anima.

A mitad de agosto de ese año, un amigo me avisó de la posibilidad de viajar a la selva central, a Satipo, a colectar muestras botánicas de Uña de Gato, la planta que se estaba volviendo muy famosa en esos días. Moisés, quien me recomendó para ese encargo, me dijo que pagarían 100 dólares por el trabajo.

Animado por la posibilidad de viajar y por el pago (¡esos eran mis gastos de un mes!), me dirigí a hablar con Octavio, quien era la persona que requería las muestras. Él me preguntó lo básico sobre mis conocimientos botánicos, para luego insistir: 

- Sabes que vas para Satipo, ¿no? Respondí “Sí, no hay problema”. 

- Pero vas para el Valle del Ene… “No hay problema”, repetí. 

- Pero es zona roja, lo sabes, ¿no? Y nuevamente, en automático, respondí: “No hay problema”.

Aquel primer viaje a Satipo y al Ene, a Cutivireni marcó el inicio de un cambio enorme en mi vida. Cutivireni no era más una comunidad asháninka. Con la llegada de Sendero, la comunidad quedó desierta y ahora con la pacificación se había convertido en un campo de refugiados. Había más de mil asháninkas hacinados en una meseta elevada de algo más de dos hectáreas. Muchos estaban enfermos, hambrientos, algunos de miradas feroces y amables, así estaban cuando los conocí.

El centro poblado de Cutivireni se había trasladado desde el llano, al lado del río Mamiri, hasta una meseta contigua, donde se ubicaba la capilla y los restos de la antigua misión dominica, quemada por Sendero Luminoso y ahora ocupada por una Base Contrasubversiva del Ejército Peruano.


Foto: c. hermman

En ese primer viaje, Octavio me invitó a participar en las labores de la Asociación Cutivireni, ONG que apoyaba a los asháninka y los defendía, en lo posible, de los abusos que se cometían contra ellos. Inmediatamente, decidí involucrarme. Ese primer año aprendí lo inmensamente cruel que puede ser el ser humano. Y que la maldad se inculca en campamentos de adoctrinamiento y en escuelas militares. Esas, por el momento, son otras historias.

En agosto de 1993, luego de varios viajes a campo, me tocó esta vez ir con otros compañeros a la selva. Viajamos aprovechando las vacaciones de la Universidad. Mientras el país ya celebraba el debilitamiento de Sendero Luminoso, en el Ene las cosas no habían cambiado mucho. La gente seguía muriendo, el Ejército pasivamente dejaba que los ronderos asháninka marcaran el ritmo de las acciones militares. Sendero hostigaba ocasionalmente, disparando desde el otro lado del río Ene, limitando por días el acceso al agua del río Mamiri y a los primeros cultivos de yuca que se empezaban a recuperar en la zona.

El 18 de agosto por la tarde, retornamos de nuestras labores en los alrededores del asentamiento, colectando plantas conocidas y buscando potencial en plantas nuevas que fueran rentables como la Uña de Gato. Mi amigo David, Tino, Marco y yo bebimos masato, masticamos un poco de yuca y nos preparábamos a repasar anotaciones para alistar las cosas del siguiente día.

Como a las 4, un tronar de metralletas nos sobresaltó. Los disparos venían del frente de la base, y los militares empezaron a disparar a discreción. César, el jefe de los asháninka y líder de los ronderos, nos miró inquieto y nos dijo “tranquilos, hace tiempo que no atacaban, ahorita pasa”. Y corrió a su casa por su retrocarga para seguir con su grupo hacia el frente, el acceso a la meseta donde estábamos todos asentados. Efectivamente, unos 15 minutos después, los disparos cesaron.


Foto: Ivan Brehaut

A las 5, con el alma en un hilo, nos animamos a salir de la cabaña donde nos alojaban y buscamos a César, pero no lo hallamos. Entonces, la pesadilla se reinició. Los disparos de la base hacia el frente y a los lados, los accesos a la meseta, se hicieron más y más intensos. Con la penumbra de la tarde, el fulgor de los disparos era visible y los gritos de los soldados, todos menores que yo, crispaban nuestros nervios.

Las ráfagas de metralleta no paraban, las mujeres de la comunidad tomaron a sus niños y se metían en las trincheras excavadas dentro de sus casas. La noche se instalaba y los gritos aumentaban. Sentimos que había heridos, esos gritos no podían ser solo de miedo, tenía que haber heridos, pensábamos que eran de dolor. Nos atacaban y esta vez era serio.

De pronto, el sonido tremendo de una explosión que iluminó el cielo y una llamarada rojiza se veía al lado de la base. César apareció de la nada y corría gritando en asháninka cargando un niño lloroso. Nos vio y gritó, vayan a una trinchera. “Estamos perdidos” pensé por un instante eterno. Los disparos proseguían, el fuego, los gritos, los llantos, el caos...

Las 8 de la noche nos cogió pecho a tierra, ocultando la cabeza detrás de nuestras mochilas, como si la ropa contenida en ellas pudiera detener alguna bala perdida. Mis compañeros y yo habíamos pasado horas en silencio, escuchando lo que pasaba, intuyendo en las siluetas que corrían que el pánico se alejaba, pero el peligro permanecía. La comunidad no tenía mas iluminación que la de alguna linterna a pilas, moviéndose rápido en la penumbra o las cenizas de algún fogón. La oscuridad atizaba mi inquietud y mis miedos.

César fue a nuestro encuentro de nuevo, estaba sudando, pero tranquilamente nos dijo un lacónico: “ya pasó”,  para luego seguir el camino a su casa, apoyado con la agónica luz de su pequeña linterna.

Aquella noche fue larga, inmensa, negra, inquieta, ruidosa. Cada tantas horas, los soldados lanzaban nuevos disparos que se ahogaban en la oscuridad. Cada sombra, cada movimiento extraño de la espesura boscosa, podía ser el enemigo atacando. Al cabo de unos minutos, la catarsis del disparo que calmaba a los soldados de guardia de esa noche desaparecía, dando paso a la tensión de los dedos índices, listos para apretar de nuevo el gatillo.

A la mañana siguiente, la tensión en Cutivireni se había disipado. Niños jugando, las mujeres charlando e hilando. Los hombres, con sus armas al hombro, seguían sonriendo al vernos. Fuimos a la base y el jefe militar, un joven que no llegaba a 30 años - “Capitán Jorge” se hacía llamar - nos mostró sobre su mesa, una bota salpicada de sangre. “La hallamos en el lugar donde lanzamos el RPG (una granada antitanque)... bien quemados deben estar...”

Por la tarde regresamos y mientras hablábamos sobre la seguridad de los asháninka, súbitamente, un Sub Oficial nos interrumpió. “Miren lo que hay en el televisor, señores”. La base tenía un sistema de televisor con antena de satélite, toda una maravilla de la época. Lo que vimos nos terminó de marcar. Tsiriari, Tahuantinsuyo y otras comunidades habían sido atacadas, a la misma hora, pero ninguna pudo defenderse. Nosotros mirábamos espantados.  "Jorge" soltó una lágrima, maldijo al cielo y se retiró. La matanza de Tsiriari, con decenas de asesinatos perversos, despiadados, inmisericordes, era noticia nacional.

 A la mañana siguiente, una avioneta nos llevó de regreso a Satipo. Octavio había hecho lo imposible para sacarnos y el mismo fue a buscarnos. Ya en casa de Billy, un amigo satipeño, lo supimos todo. Los ataques, la guerra, la irresponsabilidad, los niños, la sangre, la indolencia y la muerte.

25 años después, la muerte no me es ajena. La he visto pasar al lado, ya varias veces, pero sigo aceptando ir a donde nadie más quiere. Quizá será por eso, que aun la muerte no me ha encontrado. Seguiré viajando, haciendo tiempo.



*Publicado originalmente el 15 de febrero del 2019 en ibrehaut.weebly.com